Así lo entiende también Michèle Petit: lo único que se puede hacer es “movilizar mucha energía y recursos para sostener a las personas que inventan día tras día para que la apropiación de la cultura escrita se vuelva deseable, incluso en ambientes inicialmente alejados de dicha cultura”, dice, y agrega que “en la Argentina, existen muchos hombres y mujeres que practican un verdadero arte de la mediación, respetando a la gente a la que se dirigen: docentes que experimentan caminos diferentes en contextos difíciles, bibliotecarios, escritores, cuentacuentos, psicólogos… A estas personas es a quienes hay que apoyar para que se multipliquen las oportunidades, para que se difunda su arte”.
Sin embargo, en nuestro país esta suerte de “jerarquización del intermediario” que propone Petit, y también Andruetto, nunca estuvo más lejos que ahora: los centros de formación docente, los profesorados, actualmente no son más que una extensión de la secundaria: para recibir el título sólo basta tener un poco de paciencia, saber esperar.
En los últimos años, si hay algo que no se ha hecho –y que la nueva gestión está muy lejos de impulsar– es prestigiar al docente y al bibliotecario, o al cuentacuentos: todos pobres diablos que ya ni siquiera pueden asar un pedazo de carne o encender el aire acondicionado, o que reciclan los saquitos de té mientras las campañas de lectura –cambiemos, por un momento, el ángulo– funcionan a la perfección: entre los libros más vendidos de esta semana aparecen El arte de no amargarse la vida y Los superpoderes del éxito, del mago More, libros que acaso deberían venir –no sé cómo a nadie se le ocurrió– con globos amarillos de regalo. Después de todo, como dice Tomás Abraham, filósofo patafísico, en el fondo “todo es una sola cosa”.
¿Cómo se construye un lector? | QueLeer
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